Madurez a los 15, o lo que todo Montero debería saber antes de lanzarse al Monte.
Texto: Lolo Mialdea.
Fotos: Archivo y Autor.
Rebuscando en mis recuerdos más lejanos como montero, he venido en recordar una montería de la que se pueden extraer numerosas enseñanzas ahora que está tan de moda el asunto del aprendizaje de los jóvenes candidatos a montero. Aquel día de noviembre de 1975 en que monteábamos la célebre mancha del Cerro del Trigo, los dos amigos protagonistas de esta historia contábamos con 15 añitos, pero no 15 años cualesquiera. Llevábamos monteando “toda la vida”, al principio como secretari os de nuestros mayores – lo que ahora se llama mochileros – y llegada la edad en que consideraron nuestros maestros que se nos podía dar puerta por los chiqueros, monteando solos. Puedo decir sin miedo a equivocarme, que si la mitad de los que se llaman monteros en nuestros días tuvieran solo la mitad de horas de vuelo que nosotros entonces, el índice de siniestralidad que a todos nos trae preocupados en este nefasto comienzo de temporada, se vería reducido prácticamente a cero. Otra cosa que no se me escapa y que ahora sería ilegal incluso para adultos en muchas de nuestras Comunidades Autónomas – y que del mismo modo puede sorprender al lector – es el hecho de que montearan dos nenes con sendos rifles. Pues bien, aquellos de ustedes que tengan a bien seguir leyéndome, comprobaran que aquello era para nosotros solo un paso más, dado con total naturalidad. Hablar de prudencia con las armas hubiera sido del todo innecesario pues nos lo habían inculcado a sangre y fuego. Conceptos como respetar las carreras de las reses o no tirar jamás sin estar 100% seguro de a que se disparaba, los habíamos mamado, asumido y puesto en práctica muchas veces tanto en monterías como en cacerías de conejos, en ojeos de perdíz y en tiradas de zorzales.
En cualquier caso aquel fue un día extraordinario para Rafa Cadenas y para mí, pues fue el primero de los muchos en que monteamos juntos al amparo de la “Peña del Lince” y de mis tíos en Las Mesas. Es más, era la primera vez que el sanedrín de la Peña nos lo permitía y aquello suponía un honor tremendo, acompañado del mismo grado de responsabilidad.
Por lógica fuimos a parar a uno de los puestos que se habían quedado sin cubrir en el sorteo e, igualmente por lógica, fuimos a parar a un cierre y bien lejos, que para eso éramos chavales y teníamos buenas piernas. El paso, situado en Mesas Altas, sobre el río Guadiatillo, era una preciosidad. El tiradero lo constituía una ladera separada del propio Cerro del Trigo por un regajo, pero en lontananza, nos dejaba ver toda la cara de poniente de la umbría del enorme cerrejón, y con ello se añadía a la posibilidad de tirar, el disfrute de contemplar la montería en toda su magnitud. Yo había echado la collera de 30.06 de mis tíos, lo que nos permitía tirar donde ni en sueños habíamos imaginado con anterioridad, y por una vez teníamos que estar atentos a no cortarle las reses a los vecinos. ¡Estábamos como dos niños con juguetes nuevos pero totalmente concienciados!
Al llegar habíamos arrojado una moneda al aire para ver quien tiraba primero, conscientes de la importancia del primer tiro, y le tocó a Rafa, lo que me permitía estar pendiente de lo más lejano del tiradero mientras el cuidaba de que no se escurriera ningún cochino. La verdad es que siempre nos compenetrábamos a la perfección en todo, y en esto aún más. Pero pasaba el tiempo y apesar de estar pasándolo “fetén” viendo a perros y perreros haciendo su labor, y el frecuente susto que te daban las ciervas hasta que comprobabas que eran tales, allí nada cumplía. Tuvieron que dar las 14.30 h. para que un venado decentito irrumpiera a buen paso desde lo más alto de nuestra ladera y le diera a Rafa la oportunidad de lucirse. Lo dejó bajar con tranquilidad, a jurisdicción, y nada más pisar la arena del río le pegó un tiro en las paletas que lo dejó en el sitio. Nos abrazamos de alegría, pues uno de nuestros secretos objetivos era cumplir con el puesto y con la Peña, y eso ya estaba hecho no importaba quien fuera el matador.
Celebrándolo estábamos aun, cuando otro venado por el estilo, corrió pandeado por nuestro frente...! Ahora me tocaba a mí! No era el caso del anterior, cuando lo apropiado era dejarlo que cumpliera al paso, sino de encontrarle el momento propicio para tirarlo, ni muy pronto ni tan tarde que no te diera tiempo a repetirle si fallabas el primer tiro. Yo tuve mi oportunidad cuando la res hizo una de sus típicas paradas para orientarse, momento que aproveché para meterle en el codillo la bala de mi rifle. Pegó el venado el clásico salto acarnerado juntando las 4 pezuñas cuando el tiro es al corazón, salió como un cohete, y cuando lo iba a repetir me dijo Rafa: -¡Quieto, que va muerto!- Tal era la confianza que tenía en él que no dude de lo que me decía y, confirmando su juicio, al momento el venado se paró y al segundo siguiente rodó ladera abajo hasta detenerse contra un lentisco -¡La pera, tío, la pera!, exclamé alborozado -¡Dos tiritos, dos venaditos!, canturreo Rafa repitiéndolo varias veces.
En verdad lo estábamos celebrando, pero dados los acontecimientos no le quitábamos ojo al campo, más dijo Dios: ¡Basta por hoy!, y no entró nada más. Cuando la montería terminó, bajamos mi venado hasta el cauce del río para ahorrarles trabajo a los arrieros, que bien sabíamos nosotros lo que se agradece que te dejen las reses a cargadero. Teníamos los zahones gastados de acarrear reses mientras los mayores disfrutaban del almuerzo. ¿Para nosotros? Lo que hubiera sobrado, tomado frío, por la noche, al amor de alguna candela. ¡ y gracias! Solo entonces, al oír la armada que se aproximaba recogiéndose por la vereda de la umbría de “Las Tetas de Teresa”, enfundamos los rifles.
Aún estaba cerrando el zurrón cuando un fuerte arrollón se sintió por las espaldas y como loco desenfundé y cargué de nuevo. Como seguía aproximándose lo que fuera yo estaba listo para tirar, pero lo que tanto nos habían inculcado nuestros mayores surtió efecto. No había ni hecho ademán de encararme cuando… ¡Aparecieron las bestias que venían recogiendo las reses! Los puñeteros arrieros iban callados en vez de arreando, como se debe. ¿Cómo es posible que nos engañara tanto el ruido aquel? Pues por raro que parezca, los años te enseñan que estas cosas suceden con harta frecuencia y vez hubo que estuve toda una montería pendiente del ruido de las hojas de una higuera que no veía, mecidas por una levísima brisa. Hay que mantener la sangre fría aunque el corazón se te dispare o te expones a un accidente. En mi caso y en aquel día, nadie notó nada salvo Rafa, (dicho sea de paso, él también estaba seguro de que una res se nos echaba encima) que me dijo: -Lolo, ¡Estas blanco como la pared! -¿Y tú, que cara crees que tienes, gracioso?, le contesté por lo bajo.
Desde luego este incidente no enturbió nuestra alegría y esperábamos con impaciencia llegar a la casa para que nuestros mentores supieran que habían hecho bien en confiar en nosotros, y hasta preparamos un numerito -¿Qué, chavales, que habéis hecho?, nos preguntó D. Fernando, padre de Rafa y presidente de la Peña, rodeado de muchos veteranos monteros -¡Dos tiritos, dos venaditos; dos tiritos, dos venaditos!, entonábamos cogidos por los brazos y bailando al compás como dos tontos -No, si ya lo sabía yo que no se os iba a poder dejar solos. ¡Lo que tenéis que hacer es estudiar más y montear menos!, exclamó D. Fernando. Anda, venid aquí y chocadme esas manos. ¡Bien hecho!, y terminó sonriendo de oreja a oreja mientras el personal se reía de la majadería del bailecito. ¡En Fin, cosas de adolescentes!. Puestos a extraer una moraleja esta sería: Compenétrate con tu compañero si vas doblado y nunca partas el puesto salvo que sepas bien el terreno que pisas… y NUNCA JAMÁS tires sobre lo que no ves.
Córdoba, a 22 de Septiembre de 2.014
Lolo Mialdea
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