El perro del cuadro
Hay objetos, decorativos o no, que evocan fuertemente momentos y vivencias de los lugares donde fueron adquiridos, de las personas que nos los regalaron o bien de una época histórica o de tu vida que te apasiona. Forman parte de tu pequeño bagage y por ende, de ti mimo. ¡Cuán injusto es valorar un objeto personal sólo por su valor de mercado! Sólo su dueño sabe lo que representa para él y cuanto daría por recuperarlo.
Es el caso del cuadro que preside el salón de mi casa, de un perro podenco pintado por el genial D. Mariano Aguayo, cuando el can estaba en todo su apogeo físico. Y que cada día, al contemplarlo, me trae a la memoria un buen rato de campo y caza, como si lo estuviera disfrutando en ese preciso instante.
‘Curro’, que así se llamaba el perro del cuadro, murió de viejo la semana pasada. No estaba enfermo, ni tenía fiebre ni otro síntoma apreciable, salvo su sordera, física o mental – quien sabe – que le aquejaba desde hace ya más de un año y la decrepitud física propia de sus casi trece años de edad. Cazó hasta esta misma temporada y procreó también este año como lo ha venido haciendo desde su primer año de vida. Pero ya no era ni la sombra de la gallardía del animal del cuadro, retratado en lo alto de un cerro de la Sierra Cordobesa, donde pasó la mayor parte de sus días. Así prefiero recordarlo.
Simplemente no quería vivir más. Los últimos días que lo saqué de la perrera, tras comerse la golosina que le llevaba, pues ni siquiera perdió el apetito, se iba a buscar un escondite en el campo donde enroscarse, como suelen hacer los perros viejos cuando sienten llegar la muerte. Sitio de donde yo lo recogía en brazos para llevarlo a la cama de su perrera, una vez limpia. Hasta que el jueves pasado, al ir a verlo lo encontré inerte. Hasta aquí el único episodio triste que me dio este animal, exceptuando una vez que desapareció en un campeo y tuve que pagar una recompensa por recuperarlo.
Todo lo demás fueron buenos ratos de campo y compañía, jornadas de caza que me hacían volver a casa más ancho que largo por ser el afortunado poseedor de ese extraordinario, inteligente y noble animal. Cacé con él en media España, aunque mayormente en los campos andaluces y, como yo decía, con el ‘Curro’ siempre iba ‘vestido’ de perro, fuera cual fuera el terreno, la pieza o las condiciones de la cacería. Bien a conejos en sitios de escasez y dureza, a perdices en terrenos limpios y llanos o cobrando tórtolas o zorzales en puesto. Muchos fueron los compañeros habituales o eventuales de cuadrilla que lo vieron cazar, muchos de los cuales tienen hoy algún descendiente suyo, pues calculo que dejó en el mundo alrededor de doscientos hijos.
No hablaré en este pequeño epitafio de sus innumerables lances buenos de caza, pues llenaría un tomo como los de la enciclopedia Espasa. Me queda el consuelo de que su estampa pervive en mis perreras en una hija que tiene ahora ocho meses y su misma cara, figura y principios camperos. Y si tuerce su camino buscaré cruzar con alguno de sus hijos que ya son grandes perros de caza, pues esa sangre debe mantenerse en mi perrera hasta que me retire de cazador.
Ahora, ya en época de veda, me quedan muchos días por mirar el cuadro del salón y revivir muchos y buenos lances, además de acordarme del dicho…’No llores porque terminó. Sonríe porque sucedió’.
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